Teddy, el Alquimista

La sociedad probablemente más odiada de este país se ha encumbrado a las más altas cimas del poder gestionando (por utilizar un eufemismo) los derechos de creadores de diverso tipo, algunos de ellos artistas y la mayoría, profesionales del entretenimiento. Lo ha hecho no sólo con la anuencia, sino con la decidida defensa a capa y espada del Gobierno de la nación, y lo que ha hecho ha sido convertir, como si de un alquimista se tratara, los metales que todos esos creadores han ido sembrando por la tierra, en el oro, tan alabado por los gestores como denostado por los poetas.

La alquimia no es sino una quimera, perdonen la dudosa aliteración. Pero la magia de Bautista y sus amigos (y amigas, ¿verdad, señora González-Sinde?) ha logrado ir más allá. Han conseguido la transmutación real, la conversión de aquello que, digámoslo de una vez, es en su mayor parte bazofia de distinta ley, en oro puro. Todo lo vil que se quiera, pero oro al fin y al cabo.

Y es por eso que estoy seguro de que Teddy Bautista y sus amigos, de cuya culpabilidad no me cabe duda alguna, se verán pronto libres de cualquier asomo de molestia. Las cuentas pendientes que les hayan podido llevar a este amargo trago se pagarán, porque tienen con qué pagarlo, y las cosas volverán a su cauce.

Y probablemente descubramos dentro de un tiempo conveniente, quizás seis o siete años, que la valedora de esta gente lo ha sido por poderosos motivos. Poderosos, no se engañen, en el sentido en que Quevedo lo decía: poderoso caballero es don Dinero.

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